Los mejores comienzos de la historia de la literatura

Estos son solo algunos comienzos de libros, seguramente a ustedes (nuestros lectores) se les ocurrirán muchísimos otros nombres. ¿Cuáles fueron los que más les gustaron? ¿Nos cuentan? El orden que damos es irrelevante.



Dada la extensión mediana de una novela, su primera frase no parece ser demasiado determinante. Al fin y al cabo, restan decenas de miles tras ellas. Sin embargo, son numerosos los libros clásicos y modernos cuyas primeras palabras han definido, al menos icónicamente, su posterior legado. Formas de introducir una historia, tan carismáticas como memorables, que ocultan tras de sí no sólo un brillante dominio del lenguaje y del ingenio, sino también la esencia misma de la novela a la que preceden por completo.

1. El nombre de la rosa, de Eco

En el principio era el Verbo y el Verbo era en Dios, y el Verbo era Dios. Esto era en el principio, en Dios, y el monje fiel debería repetir cada día con salmodiante humildad ese acontecimiento inmutable cuya verdad es la única que puede afirmarse con certeza incontrovertible.


Fallecido recientemente, Umberto Eco desplegó en El nombre de la rosa todo su talento narrativo. Y aquí, en sus primeras palabras, encontramos parte de las claves de su relato: juegos semióticos, significante-significado, contexto religioso, dogma y, a la postre, una novela de misterio deliciosamente medieval que sería llevada al cine en una excelente película homónima. Cuyo inicio, claro, no es igual de poderoso.

2. La metamorfosis, de Kafka

Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto.


Al igual que Lolita, La metamorfosis cuenta con una de las primeras frases más glosadas de la historia de la literatura. Tanto por su aspecto formal, la narración cotidiana y tranquila de hechos extraordinarios e imposibles, como por su temática: no necesitamos más que una línea y un título para saber qué nos depara La metamorfosis.

3. Cien años de soledad, de García Márquez

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.


Lo fantástico como lo cotidiano: García Márquez acuñó en Cien años de soldedad uno de los inicios más célebres de la historia de la literatura juntando pasado y presente de la familia Buendía, mezclando la cruda realidad de la guerra y la ejecución de uno de sus personajes principales con las aventuras demenciales de su progenitor, asentado tiempo atrás en una remota villa de las montañas, obsesionado con escapar mentalmente a través de los inventos y objetos maravillosos que, como el hielo, traían los zíngaros a su aldea.

Y precisamente, merece la pena recalcar esto último, que no es sólo un detalle kitsch, sino una forma de hilar el inicio y el final del capítulo, en un primer pasaje demencial y de locura. Casi al final del mismo, y tras toda una odisea de aventuras, cuando el hielo ya sólo es un remoto recuerdo en nuestra mente, volvemos a él, volvemos a la niñez de Aureliano Buendía y al inicio del libro, no con las mismas palabras pero sí de igual forma:

Aquellas alucinantes sesiones quedaron de tal modo impresas en la memoria de los niños, que muchos años más tarde, un segundo antes de que el oficial de los ejércitos regulares diera la orden de fuego al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía volvió a vivir la tibia tarde de marzo en que su padre interrumpió la lección de física, y se quedó fascinado con la mano en el aire y los ojos inmóviles, oyendo a la distancia los pífanos y tambores y sonajas de los gitanos que una vez más llegaban a la aldea, pregonando el último y asombroso descubrimiento de los sabios de Memphis.

El hielo, nada menos.

4. La máquina del tiempo, de H. G. Wells

El Viajero a través del Tiempo (pues convendrá llamarle así al hablar de él) nos exponía una misteriosa cuestión. Sus ojos grises brillaban lanzando centellas, y su rostro, habitualmente pálido, mostrábase encendido y animado. El fuego ardía fulgurante y el suave resplandor de las lámparas incandescentes, en forma de lirios de plata, se prendía en las burbujas que destellaban y subían dentro de nuestras copas.


Y a partir de aquí, de tan fascinante descripción de unas escena común, la de un puñado de amigos reunidos con la dedicación expresa de charlar, es imposible salir de la historia narrada por H. G. Wells en La máquina del tiempo. El misterio y el poder de lo oculto, tan consustancial al empuje de la novela, se manifiesta en su inicio de cara al lector tan sólo con el nombre del inquietante protagonista: El Viajero a través del Tiempo.

5. Las aventuras de Huckleberry Finn, de Twain

No sabréis quién soy yo si no habéis leído un libro titulado Las aventuras de Tom Sawyer, pero no importa. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y contó la verdad, casi siempre. Algunas cosas las exageró, pero casi siempre dijo la verdad. Eso no es nada.



No lo era, como ponen de manifiesto todas las trepidantes obras de Mark Twain, donde la honestidad cotiza a la baja pese a ser presentada como el más noble de los valores humanos, junto a la amistad. Huckleberry Finn representa esa inquebrantable bondad, truncada, en ocasiones, en un entorno hostil y salvaje como los estados sureños de aquel primitivo Estados Unidos. A Twain, todo esto le sirve, además, para enlazar con una novela quizá aún más célebre que la que nos ocupa: Las aventuras de Tom Swayer.

6. Scaramouche, de Sabatini

Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ese era todo su patrimonio.


Hay inicios que han superado la prueba del tiempo aún cuando sus novelas no lo han hecho. La primera frase de Scaramouche, sin duda, aparece en más recopilatorios de "lo mejor de" que la propia novela de Sabatini, un correcto trabajo de aventuras en torno a la comedia del arte y la Francia prer-revolucionaria.

7. A sangre fría, de Capote

El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman "allá".


¿Es particularmente memorable el inicio de A sangre fría, la novela de no ficción que catapultó a la celebridad a Truman Capote? Depende de la respuesta a la siguiente pregunta: ¿es particularmente memorable A sangre fría desde un punto de vista literario? Sí, claro, aunque no desde la novela ficcionada, sino desde un ejercicio de periodismo en larguísima prosa donde Capote, situando la acción en la remotísima Holcomb, retratada en dos líneas como el aislado pueblo que era, narra con multitud de detalles, extensas descripciones y profundos perfiles la historia de un crimen que conmovió a todo un país.

8. El extranjero, de Camus

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: "Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias". Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.


El absurdo elevado a su máxima potencia. El inicio de El extranjero, posiblemente la obra cumbre de Camus, es maravilloso y una oda al talento creativo por sus dotes introductorias. Leyendo sus escuetas palabras se vislumbra el completo universo de duda, desazón tranquila y carencia total de relación empática o afectiva de Meursault, el personaje de la novela, incapaz de relacionarse con el mundo gastado que le rodea.

9. El Quijote, de Cervantes

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.


Se explica por sí mismo.


Véase además:

Los 37 mejores comienzos de la historia de la literatura

Comentarios

  1. "Vine a Madrid para matar a un hombre que no conocía" (Beltenebros de Antonio Muñoz Molina)

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